La autocrítica vale bajo ciertas condiciones. Una de ellas depende de quién sea el interlocutor, ante quién nos disponemos a realizar la reflexión, pues el riesgo es que solo derive en una sesión de coprofagia. Otra condición resulta del objetivo de la autocrítica, ya que si se trata de encender sentimientos de culpa, autorreproches o algún retazo de sentimientos de inferioridad no habrá nada fecundo. En cambio, si consiste en pensar sobre los propios pensamientos y actos, interrogarnos sobre lo que aun nos desconcierta, si se trata de la revisión de nuestras premisas y lo que ellas dejan de lado, ahí sí los caminos se abrirán con algún norte promisorio.
Hemos analizado y escrito mucho sobre la subjetividad neoliberal. Yo mismo me incluyo en el linaje de quienes procuramos desentrañar los potentes nexos entre la retórica de la derecha y la mente de los sujetos que adhieren a ella. Sin embargo, vengo planteando que, por diversas razones, hemos debatido mucho menos sobre la subjetividad populista. La literatura de referencia es generosa en cuanto a teorías sobre el populismo, el Estado, etc., pero hay un cierto vacío en las investigaciones sobre la subjetividad de quienes adhieren y votan en el llamado campo nacional y popular.
De inmediato los interrogantes se multiplican: ¿cuáles son las razones de esta omisión? ¿cuáles son sus consecuencias? Y, por supuesto, ¿qué podríamos decir de la subjetividad popular?
Demos un rodeo
Previo a las recientes PASO varios candidatos y dirigentes de Juntos por al Cambio le insistían “a la gente” que “vaya a votar porque los kirchneristas van a ir todos”. ¿Cuál es el interlocutor supuesto por quien emite ese mensaje? Indudablemente se está dirigiendo a un sujeto apático, indiferente. Este es uno de los grandes problemas de la retórica neoliberal, promover un sujeto descreído, desganado. Recordemos cuántas veces, mientras estuvieron en el gobierno nacional, expresaron frases como “les hicieron creer...” (que con el kirchnerismo podíamos usar la calefacción, cambiar el teléfono celular, viajar, etc.). El desaliento de los propios, mucho más que el odio hacia el adversario, es la esencia de la política neoliberal. Que nada sea creíble (ni ellos mismos), que nada valga la pena, que no se sienta la necesidad de pensar como algo valioso, es lo que impusieron y expandieron de manera sagaz. Si alguien vota a Milei “porque insulta”, no solo es alguien que expresa bronca, sino que es un sujeto que no asume compromiso alguno más que la catarsis. Ese estado de desánimo es mucho más complejo que el odio, mucho más viral, y nos debe alertar ya que su circulación comunitaria puede afectar, también, a quienes apoyan al gobierno.
Creer o no creer
La conflictividad post PASO, al interior del Frente de Todos fue llamativamente alta. El debate sobre el destino de los votos perdidos también fue intenso: los cálculos mostrarían que no se orientaron hacia la alianza macrista-radical, sino que se distribuyeron entre Milei, la izquierda y el ausentismo. La serie ya fue tipificada, voto suicida, voto castigo y voto desaliento.
Sin embargo, conviene dimensionar un cuarto elemento de la subjetividad, tanto la de aquel que mantuvo su voto por el Frente de Todos como la de aquel que lo habría votado si las cosas estuvieran mejor. En efecto, la combinación entre la persistente propaganda de la derecha y las enormes asignaturas pendientes del gobierno de Alberto Fernández introdujo una variable adicional: el miedo a creer o a seguir creyendo, lo cual se distingue de la incredulidad de la que se alimenta el neoliberalismo. Sintetizado en una frase sería: “¿A dónde me llevará seguir creyendo en un gobierno popular?”
El hambre, el desempleo y la precarización gritan la urgencia, y la política debe dar respuestas concretas a tales demandas. Quien descree de todo seguirá votando al macrismo o equivalentes, se hagan bien las cosas o no. Pero quien aspira a tener esperanzas, si antes no muere de hambre, temblará de miedo si quien debe sostenerlo no lo hace.
Si tal como dice Freud la cultura descansa sobre la compulsión al trabajo, los imperativos del superyó comunitario pierden su sostén al no contar con número suficiente de buenas ocupaciones. O, como también afirmó Freud, “no se piensa de buena gana en molinos de tan lenta molienda que uno podría morirse de hambre antes de recibir la harina”.
La subjetividad olvidada
Preguntarnos por la subjetividad nos exige captar matices, afinidades y diferencias entre funcionarios, dirigentes, militantes y votantes. Las realidades y las necesidades varían, como también varíanlos saberes, las preocupaciones y los deseos.
Desde luego, no pretendo aquí pintar el panorama global de tamaña heterogeneidad, pues sobre todo deseo llamar la atención sobre lo que estoy denominando subjetividad olvidada.
Si tan solo nos consolamos diagnosticando el voto suicida o el voto idiota, nuestro error político e intelectual (y por qué no, nuestra irresponsabilidad) tendrá un alcance mayúsculo. En primer lugar, porque la única verdad es la realidad, y las cuentas pendientes del gobierno abarcan unas cuantas materias: trabajo, DD.HH., vivienda, etc. En segundo lugar, porque describir las ominosas maniobras con que el macrismo opera sobre la subjetividad de la población dejó afuera (olvidado) un conjunto de interrogantes: ¿por qué nosotros no podemos convencer? ¿cuáles son nuestras dificultades para transmitir? Y por último, si pensamos que son idiotas o suicidas, ¿desde qué posición vamos a transmitir nuestras ideas? ¿a qué interlocutor le estaremos hablando? ¿desde qué sentimiento de afinidad iremos al encuentro del otro?
Conozcamos a quienes han votado al FdT y a quienes habrían querido votarlo y no lo hicieron, y entendamos, entonces, la subjetividad popular. De lo contrario, estaremos reduciendo el mundo a dos grupos solo para obtener el goce de la redundancia: los odiadores y el más o menos permanente núcleo duro del peronismo. Averigüemos por qué lo votan quienes lo votan, preguntemos qué temen los que temen. No nos quedemos solo con un resultado “adivinando” por qué no fue votado el FdT. Indaguemos los pensamientos y vivencias de todos aquellos que tienen o tenían esperanza.
¿Identificación?
En simultáneo, intuyo que interviene otro factor. Mi hipótesis, quizá polémica o refutable, es que la retórica neoliberal nos ha intrusado y ha dado lugar a una porción de identificación.
Estos días cobró fuerza un argumento que no es nuevo: el de quienes aluden a que el gobierno se olvidó del pueblo “porque” lo reemplazó por los derechos de las minorías. Además de recurrir a términos que descalifican, como usar peyorativamenteel significante “progres”, el argumento es falso y riesgoso. ¿Acaso un derecho que incluye pasa automáticamente a ser malo porque hay otros derechos, sin duda más básicos, que están postergados? He ahí la falsedad, mientras que el riesgo es fragmentar y contraponer a los aun excluidos con los ahora incluidos. El debate es largo y complejo, y seguramente hay falencias, por ejemplo, en los postulados feministas, pero, en todo caso, ¿por qué no aprender de un colectivo que avanzó sobre conquistas necesarias en lugar de sembrar la confrontación en el lugar indebido? Incluso, suena casi paradójico señalar que los derechos de las minorías reemplazaron la lucha de clases y luego culpar a esos derechos en lugar de profundizar, precisamente, la lucha de clases.
Veamos algo más de la posible identificación.
¿No estaremos siguiendo, excesivamente y de atrás, la agenda instalada por el macrismo? ¿No estaremos cediendo al desaliento que el macrismo expande sin pausa? A partir de las constantes falsas noticias que instalan, ¿no estaremos inadvertidamente creyéndoles, o identificándonos con ellos, cuando suponemos que debemos cuidarnos de todo lo que digamos, cuando nos flagelamos ante algún exabrupto propio, cual si de eso dependieran los ataques de la derecha? De hecho, a cada paso con un mínimo de desacierto o de radicalización de las propuestas, de inmediato salimos a decir “no les demos letra”.
Por todo esto, también, entiendo que es tiempo de dedicar nuestras reflexiones a examinar nuestra propia subjetividad y, en ese marco, identificar cuál es la posición en la que estamos, cómo nos captura la ominosidad de lo que hay enfrente. ¿No es notable que, por momentos, queramos demostrar que no somos lo que dicen que somos? ¿No hay algo del goce identificatorio, precisamente, en que hayamos dedicado más páginas a escribir sobre la subjetividad neoliberal que sobre la subjetividad populista?
Lo sofocado
El afán por mostrar que no somos lo que dicen que somos y, a su vez, por diferenciarnos, ha llevado a que la retórica popular deje de lado dos variables que, por el contrario, el neoliberalismo explotó enormemente. De nuevo, el discurso popular no sabe o desiste de transmitir, representar y expresar variables que son significativas para gran parte de la población. Una de ellas es el problema de la inseguridad. Cuando el populismo tiende a sofocar o excluir de su discurso toda referencia en ese sentido deja un espacio vacío y, sobre todo, elige no representar o expresar la cuota de sadismo justiciero que hay en parte de la sociedad. En consecuencia, esos componentes quedan librados a una serie de exutorios arbitrarios y a enlazarse con quienes proveen de una retórica que les sea propicia. Desde ya que no propongo que el populismo se transforme en ejecutor de los deseos violentos que puedan anidar en el alma humana, sino en considerar de qué modo se puede tender a que los impulsos vengativos encuentren un cauce en el que sentirse representados y, a su vez, amortiguados. Algo similar cabe indicar respecto del individualismo/egoísmo. Si bien nuestra retórica destaca la importancia de lo colectivo y de la solidaridad, también debemos encontrar la expresión pública de lo singular. Quizá haya muchos que necesiten que se les hable como individuos, que no sientan de modo constante y culpabilizante el imperativo de pensar en el otro.
El Estado presente
Si hablamos del Estado presente, las políticas públicas deben trascender el ámbito de la exterioridad a los sujetos. Es decir, aquellas deben lograr que el sintagma “Estado presente” no refleje únicamente la acción del Estado, por otra parte fundamental, en el desarrollo económico, el cuidado de la salud, etc. Es habitual percibir al Estado como un ente que estaría fuera de nosotros, fuera de cada uno. Cuando imaginamos el Estado pensamos únicamente en los gobernantes; otras veces, quizá, incluimos a todos los empleados públicos, y entonces prevalece una sensación de ajenidad en que los “particulares” vivimos en los márgenes del Estado o, a la inversa, el Estado estaría en los márgenes de nuestra cotidianeidad. ¿No es ese, acaso, un pensamiento neoliberal?
No obstante, si cada tanto alguien nos lo recuerda, “el Estado somos todos” conviene, pues, preguntarnos por qué si todos somos el Estado, tantas veces nos (o lo) localizamos en una zona diferente.
La respuesta freudiana invita a participar al concepto de identificación, mecanismo y proceso que está en la base de nuestros sentimientos de pertenencia, de nuestra vivencia comunitaria. No habrá comunidad, entonces, si no desarrollamos una identificación con los otros en función de la relación con un referente, en este caso, el Estado. Solo así percibiremos que el Estado está en nosotros, que todos somos el Estado. Por esa vía, podremos decir, el Estado es una presencia dentro de nosotros.
Nuestro asunto, ahora, no es el debate sobre los grados pertinentes de intervención del Estado, sino la ausencia de una identificación que lleva a la vivencia de ajenidad.
En suma, si el Estado no está presente como identificación, solo resta la permanente tentativa de expulsión con la consiguiente vivencia de tener que afrontar a un déspota que, incansablemente, me somete a sus arbitrios. Es, entonces, desde esta posición que cuando un gobierno toma decisiones concretas y manifiestas, los autoexcluidos de lo público solo padecen una injuriosa vivencia de injusticia, vivencia que curiosamente no sienten cuando el gobierno es ocupado por el sector neoliberal. Pese a que en este último caso la exclusión social aumenta progresivamente, muchos ciudadanos, inducidos por sus representantes, desmienten las acciones que los empobrecen, porque no hay un poder visible que genera políticas públicas, sino que todo queda bajo el inquietante dominio de la mano invisible del mercado.
En síntesis, pensar sobre nosotros mismos tiene, hoy, una función esencial, porque sin trabajo no se puede, y con pensar que “no somos como ellos”, no alcanza.
Sebastián Plut es doctor en Psicología. Psicoanalista. Coordinador del Grupo de Investigación en Psicoanálisis y Política (AEAPG).